Asumir el exilio.

Con muy escasa cobertura de prensa, por cierto, se ha celebrado estos días el II Congreso del Exilio Republicano en Cantabria, organizado por la Fundación Bruno Alonso y dirigido por Esther López Sobrado y José Ramón Saiz Viadero.

El primer congreso se celebró hace una década y concitó el trabajo de varios investigadores que expusieron sus contribuciones sobre un tema que empezaba a labrar su surco profundo en la historiografía, sobre todo en la “historiografía emocional” de nuestro pasado reciente, esta investigación sobre temas próximos en que los fríos datos y las estadísticas se complementan con experiencias personales de incuestionable dignidad. Ahora, bajo la idea de homenajear al publicista Eulalio Ferrer Rodríguez y el pintor Luis Quintanilla, nuevos acercamientos se han expuesto y habrán de reunirse en unas actas que, convenientemente publicadas, darán cuenta de alguna faceta del exilio republicano que afectó a los habitantes de nuestra región o a los naturales de ella. Lo que permanece de encuentros, seminarios y congresos es, en efecto, las actas publicadas, con textos de muy diversa perspectiva, que dan idea de lo caleidoscópico que es nuestra historia, que no sólo se escribe desde aquí, sino también desde países solidarios como México, adonde miles de montañeses fueron a parar.

España está construida a base de traumas, castigos, conflictos e injusticias. Es triste pero es así. Y los abusos de poder durante la Guerra Civil y la Dictadura son huellas indelebles de nuestro último siglo. La imposición del poder (en cualquiera de sus manifestaciones) sobre lo heterodoxo o lo que no gusta o incomoda a un determinado grupo de presión viene a ser criterio rector de buena parte de los procesos históricos vividos por este país a través de su historia reciente. Estoy en contra del uso y abuso de la expresión “memoria histórica”: me parece un eufemismo (toda memoria es histórica, así como toda historia apela a la memoria) cuyo sentido puede torcerse si se emplea en contextos políticos y parciales. Pero sí estoy a favor de ese mismo sentido que está detrás de su empleo más genuino y, para mí, correcto: la recuperación y el conocimiento de todo aquello que sucedió, de los unos y de los otros, de esta España nuestra, al fin y al cabo, terrada y trasterrada, cuyos silencios y reivindicaciones resuenan y llegan hasta el presente. Es necesario conocer: sólo conociendo podemos asumir críticamente lo que sucedió y valorarlo en su medida más ajustada. Y esto no son los políticos quienes de manera más adecuada y sensible pueden verlo. No creo en la acrítica y superficial politización (que ha provocado, de hecho, los más execrables acontecimientos de nuestro pasado y muchos de nuestro presente).

La Segunda República (lo dijo lúcidamente Francisco Ayala en una de sus últimas entrevistas) concitó los entusiasmos de todos los españoles. No se trata de un patrimonio de un solo partido político ni del escenario de una lucha banderiza y sin cuartel entre izquierdas y derechas. Se trata de una época que se cerró con una terrible guerra en la que (casi) todos acabamos perdiendo: y los que más ganaron deben asumir que las cosas no las hicieron bien. Muertes, por supuesto. Exilios numerosísimos: muchos exteriores, otros interiores. Casi todos incurables, pero todos suavizados por la vía de una historiografía que nos permita acercarnos en lo posible a lo que realmente sucedió. Que aparezcan los restos de Lorca en una tumba no es dato sustantivo: lo es y lo fue la muerte del vivo poeta universal, símbolo de la mayor de las injusticias.

En este II Congreso se ha hablado del último exilio cántabro, de los cántabros del holocausto, de los socialistas en el exilio, de los niños acogidos en Dinamarca y de personajes como Bruno Alonso, Gustavo Soler, Antonio Mediavilla, Pablo Neruda, Darío Carmona, Ramón de la Serna Espina, Luis Quintanilla, Eulalio Ferrer, Pedro Salinas y Jorge Guillén. Muchas vidas que dejaron su testimonio de una época que fue imposible para (casi) todos. No se hablaba de muertos, sino de vivos. Basta de hipocresías y de girar la cabeza para otro lado. Para que aprendamos y quede constancia para las nuevas generaciones. En buena lid, a la historia, como a sus muertes, no se les puede mirar si no es a la cara.

Fecha: 22/11/2009
Fuente: Diario Alerta
Autor: Mario Crespo López

 

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